Si se despierta, nos mata | Un cuento de Julio Goicochea

 


Del escritor peruano Julio Goicochea, el cuento "Si se despierta, nos mata"

Cuentan los primeros pobladores, que el cono sur de Lima era un inmenso manto de dunas infinitas. Algunos dicen incluso, que, si uno se detenía a contemplar, los ojos se le irritaba y nunca terminaba de ver el horizonte. El arenal se extendía desafiante y silencioso. Allí, una mañana de invierno, Mariana llegó junto a su madre y su hermano Juancho. Apenas bajó del destartalado ómnibus, levantó la mirada y quedó impresionada por la cantidad de casitas de cuatro esteras con banderas amarradas en palos de escoba, resistiendo al viento y a una llovizna que no parecía mojar, pero mojaba.

—¿Acaso aquí no crecen los eucaliptos? —se preguntó así misma. Un sin número de preguntas llenó su mente y algunos temores se apoderaron de su ser. Mariana, llena de dudas, decidió permanecer junto a su madre, quien sabiendo quizá que la vida sería dura, había preferido huir y arriesgarse a vivir lejos para no recibir más golpizas del padre de sus hijos.
—¡Aquí la vida será diferente! ¡Dura, pero no te maltratará más ese hombre! —le había dicho a su madre un pariente suyo, motivándola y dejándola vivir por un tiempo en su casita de esteras, plásticos y calaminas.

Al recordar lo que había dejado en su pueblo y al borde de las lágrimas, su madre tuvo que resignarse; sería bueno, pensó, iniciar aquí una nueva vida. Entonces, como si surgiera de la oscuridad en la lejanía, sintió alivio y algo de consuelo, y, ante esa incertidumbre, decidió que era momento de empezar.
Entre ráfagas de viento que arrastraban susurros y arena, Mariana preguntó:

—¡Mamá!, ¿abandonamos a papá para siempre?

Habían pasado ya tres semanas desde que llegaron y Mariana no dejaba de pensar en su padre. Sus recuerdos la perseguían cual nubes grises amenazantes en el cielo de la ciudad.
Enfrentarse a la vida no sería tan fácil para ellos;tuvieron que salir a ganársela a como dé lugar.
Por la mañana, mientras su madre salía a trabajar nada más empezado el día, Mariana se quedaba para alistarse y salir a vender.

—¡Apúrate, Bobby, come rápido! ¿O quieres quedarte encerrado? —le dice Mariana al perro, que permanece sentado, con la mirada atenta,esperando ver caer algún pedazo de pan de la mesa.

Apresurada, terminó su desayuno, lavó su taza y salió al patio, donde se sentó sobre un ladrillo carcomido por el salitre y se lavó los pies. Lavó, también, sus sandalias con detergente para que se vean nuevas, sin importarle lo gastadas que se veían. Alistó su bolsa con caramelos y ensayó un par de canciones, aprendidas la noche anterior, para deleitar al público en los pasillos de los micros. Caminó hasta llegar al paradero, sintiendo pena por su perro, y esperó que llegue un ómnibus para subir.
Una vez arriba, empezó saludando:

—¡Señores pasajeros, tengan ustedes muy buenos y cordiales días! Quien les saluda, es una niña estudiante y trabajadora a la vez. Día a día, subo a los carros para ganarme la vida de esta manera. Mi mamá trabaja lavando ropa, mi hermano sale a trabajar en no sé qué. Mi padre…, no sé nada de él. Trabajaba de carpintero, pero ya no vive con nosotros desde que se quedó en Huancayo. Extraño cuando jugábamos con la pelota y me compraba algodón dulce los domingos, en el mercado.

» A Lima llegamos escapando de él. Una noche, mi papá llegó borracho a mi casa y empezó a golpear con patadas y puñetes a mi madre, hasta dejarla tirada en el suelo. Entonces ella, limpiándose las lágrimas y la sangre que corría por su frente, esperó que él se quede dormido, agarró su chompa y salió despacito. Al verla perderse por la esquina, corrí tras ella cayéndome y levantándome en las acequias y le pregunté, entre lágrimas, adónde se iba y que por favor no me dejase. Mi madre me esperó y, jalándome de la mano, me dijo: ¡Apúrate, vámonos, antes que tu padre se despierte y nos mate! ¡Espérame, mamita, iré a llamar a mi hermano! ¡Él está llorando en su cama!, le dije.

Volví apresurada, limpiándome las lágrimas, y despacito le dije a mi hermano: Juancho, mi mamá nos está esperando en la esquina, ¡vámonos, zonzo! ¡Apúrate!... Apresurado se puso sus zapatos y los dos corrimos tras mi madre. Sentía miedo y pena. Miedo que mi padre se despertase y mate a mi madre, y pena porque se quedaría solito, durmiendo en el suelo. Sin importar el cansancio, los tres corrimos hasta llegar a la pista por donde pasaban los carros a Lima, y, sin pensarlo dos veces,subimos al primer ómnibus. Cuando el bus inició su marcha y aún no habíamos logrado acomodarnos, quise decirle al chófer que por favor parase para bajar; sentía pena por mi papá. Pero mi miedo fue más grande. Ya había oído decir a mi madre: ¡Si se despierta, nos sigue y nos mata!, y ese miedo acababa confundiéndome.

»Así llegamos a Lima. Al principio todo me daba miedo. Pensaba que los carros me llevarían a cualquier lado y me dejarían perdida en la ciudad. Pero ya me estoy acostumbrando. Ya no me pierdo.
»No sé nada de mi padre. Mi mamá dice que tiene otra mujer y una hija, y seguro que la quiere más a ella que a mí. No me importa, no me gustaba cuando agredía a mi madre, y eso creo que hizo que deje de quererlo.

» Pero… ¡Señores, pasajeros!, no he venido a contarles mi vida, tampoco he venido con las manos vacías. He traído estos deliciosos caramelos con sabor a fruta, a veinte centavos y tres por cincuenta. ¡No me ignore!, ¡levánteme la moral,siquiera con uno! Y pasó ofreciendo a cada pasajero. Luego, aprovechando el semáforo en rojo, bajó del micro, eligió al azar otro y subió apresurada, donde a veces repetía lo mismo y otras cantaba a voz en cuello:

Chófercito carretero, llévame llévame lejos
siento que me desespero, si lo llamo y no viene…

Así pasaba sus días Mariana; de micro en micro. Cuantas veces sus ojos se llenaban de lágrimas al no poder vender entre la multitud que se aglomeraba en los paraderos de los carros, que pasaban ignorando sus ruegos para abordarlos. No obstante, logró conocer el Centro de Lima y la plaza Grau, donde abundan lustrabotas y niños callejeros. Desde esos lugares peligrosos, regresaba a su casa, con días donde las ventas eran a medias y otros regulares.

Cuando llegó abril, mes en que empezaban las clases en las escuelas públicas, Mariana se alegró mucho cuando su madre le contó que la había matriculado en la escuela. El primer día, llegaron temprano. Las niñas venían riendo, felices de la mano de su madre o padre, recibían un beso y pasaban. Su madre esperó a la profesora. Al verla, la saludó y le dijo:

—¡Profesora! Mi niña es nueva. ¿Usted cree que se acostumbrará en su salón? ¡Recién hemos venido de Huancayo, Junín! Apenas he podido comprarle su uniforme, un cuaderno y escribirlo en el comedor Virgen de Cocharcas. ¿Se acostumbrará, profesora?... Porque si no se acostumbra, ¡que siga ayudándome! Vende muy bien sus caramelos en los carros.

—Sí, señora. A toda niña le gusta la escuela, ¡déjela nomás! No se preocupe, se acostumbrará.

La mujer le hizo una seña para que pase el umbral del portón. Mariana agachó la mirada y avanzó por el patio, oyendo la bulla de los muchachos que se volvían a encontrar.

Así pasaba sus días Mariana, sobreviviendo entre los fantasmas de su pasado, sin importarle que fuera callada o a veces se quedara pensativa como buscando una luz de alegría. Al finalizar el año escolar, Mariana sorprendió a todos: logró ser la primera en su promedio de notas; aunque, pensaba ella, no sé si logre continuar, tal vez el próximo año nos vayamos a vivir a otro lugar, y ahí será otra escuela, otros desafíos y, quizás, otros microbuses donde pueda vender muchos caramelos.


Si se despierta, nos mata | Un cuento de Julio Goicochea


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