El lince | Un cuento de Óscar Orea

 


Del escritor mexicano Óscar Orea, el cuento El lince

Mariela disparó. Pablo quedó boca abajo y pude ver la sangre tomar camino más allá de su pecho. Ambos nos quedamos quietos y nos miramos. Ella tosía terriblemente y no obstante fue la primera en levantarse poco a poco, yo me quedé unos segundos más en el suelo. Todo fue muy rápido. Pablo estaba muerto, no pudo ser de otra forma, al menos no entre él y Mariela. Este se había impelido violentamente sobre su cuello y antes de que lograra prohibirle todo el aire del exterior ella reaccionó. La pistola se la había regalado su padre un año atrás y Mariela la llevaba a todas partes.

Ciertamente yo no habría tenido la fuerza para disparar, no a Pablo, pero antes de que pudiese repararme del golpe que me dio por la espalda y devolvérselo con el mismo palo de madera húmeda o tal vez ahorcándolo también para forzarlo a soltarla, la pistola estalló. A tropiezos Mariela llegó hasta a mí, me tomó de la cara y me preguntó si estaba bien. Le dije que sí. Mi cabeza goteaba sangre, sangre que caída al suelo posiblemente se encontraría con la de Pablo, dos pequeños ríos de plasma que se unirían en un mismo cauce. Sabíamos que los vecinos habían escuchado y que la llamada a la policía ya estaba hecha. Me levanté y mareado comencé a caminar rumbo a la puerta, pero Mariela me detuvo, ella conocía muy bien el fraccionamiento y resolvió mejor salir por el patio trasero teniendo en cuenta que podríamos terminar frente a las patrullas de la policía si salíamos a la calle. Seguramente ya las tenía en su radar, Mariela era como un lince ibérico.

Llegamos al fondo y comenzamos a trepar, primero ella y luego yo, la pared no era muy alta. Detrás no había más que hierba y árboles que noté viejos, aunque bien los pude haber imaginado así, pues el golpe empeoraba. Emprendimos un camino incierto, un lince ibérico y un conejo asustado, herido. Comencé a perder la visión, a sentir que me encogía. Lo único que me mantuvo de pie fue la silueta de Mariela que avanzaba y me tiraba del brazo, hasta que no pude más. Me rendí al costado de un tronco húmedo como el palo con el que me golpeó Pablo y como toda la noche.

Mariela se tumbó conmigo, dijo que a lo lejos ya se escuchaba el río y eso quería decir que estábamos muy cerca de la carretera, yo no encontraba fuerza. Vete, le dije. Ella respondió que eso era una estupidez, que no se trataba de una película en donde dejarme era lo que debía suceder, luego miró al cielo y me confesó que se sentía más viva que nunca. Volvió la cabeza y entre risas dijo que le gustaba aún más con el cuello lleno de sangre, que si fuera otra la ocasión ahí mismo haría el amor conmigo. Yo dije que sí, que hiciéramos el amor. Riendo aún más fuerte me besó toda la cara, creo que probó mi sangre, y luego me jaló de la chaqueta, me hizo andar.

Su silueta volvió a ser mi guía y yo me sentí aún más seguro de ser un conejo en agonía, la presa que dentro de poco entraría por la boca de Mariela. Morir por su boca, sí, yo moriría en su boca, no cabría en mí una sola objeción al respecto. Llegamos a la orilla de la carretera y pronto me desmayé. Todos me preguntan por ella, estoy seguro de que cada quince minutos exactamente esas personas a las que no conozco entran por la puerta y me preguntan por ella, no me preguntan por Pablo, sólo por ella. No les he dicho ni les diré nada y aunque quisiera es totalmente verdad que después de llegar a la orilla no sé qué fue lo que pasó, no sé cómo llegué aquí.

El lince | Un cuento de Óscar Orea 

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