Aquí estoy, en una tarde opaca, sentado a mitad de la sala, con la mirada fija en un único punto en el techo. Trato de que su blancura se traslade a mi mente, a mis pensamientos y logre así espantar al fantasma que me acompaña, que me atormenta, en este día tan triste, en esta soledad inclemente y, que me susurra entre dientes sus recuerdos, sus mejores y malditos recuerdos. Yo creo, que si no he merecido su amor, tampoco merezco esto.
—¡Por Dios! Quiero que esa voz susurrante se calle, que eso se vaya, que me deje en paz—.
Ya no aguanto, es suficiente con que ya no este a mi lado, no aguanto, lo juro por cada lágrima que desciende por mi mejilla. La locura me saluda con un gesto amable, me incita a que termine con este dolor ardiente, que haga algo indeseable a mi mustio corazón.
(¡Que tentación!)
Quizás, termine cediendo a la locura y haga eso que dice, eso de atravesar mi órgano vital con un sable...
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